Mauricio Gómez Morín, Legión demoniaca
Original en italiano: Machina Rivista, diciembre de 2025 / Traducción: Dazi Bao
Tras lo expuesto en Potencia e impotencia contemporáneas, Maurizio Lazzarato retoma su análisis para comprender las razones por las que las movilizaciones de los últimos años no han logrado poner en crisis la máquina Estado-Capital. En este artículo, reflexiona sobre cómo deben replantearse la revolución y el “dos” en la era de la gestión liberal-democrática y capitalista del genocidio.
¡El neoliberalismo nunca existió!
El paso del fordismo al llamado neoliberalismo se produce a través del despliegue de la “potencia de lo negativo”, manejada no por individuos –como querría el liberalismo–, sino por Estados, instituciones, monopolios, grupos sociales, partidos políticos, fuerzas militares, etc. La afirmación de un nuevo sistema económico-político-militar se realiza, en primer lugar, a través de la destrucción: negación de las clases tal y como habían surgido de la Segunda Guerra Mundial (tanto las clases revolucionarias del sur del mundo como las comprometidas en luchas más reformistas, pero también las clases dominantes de inspiración keynesiana); negación de los dispositivos económicos de los “treinta años gloriosos” (el funcionamiento de la moneda, del salario, del welfare, de los servicios públicos, etc., según los principios keynesianos); negación de las instituciones de esa época, en particular de la democracia, considerada incompatible con el capital; negación de la cultura del “compromiso” instaurada en la posguerra.
Mencionemos solo algunas fechas “simbólicas” (y los acontecimientos relacionados con ellas) de este proceso simultáneo de negación y de afirmación, que puede describirse como una larga serie de decisiones, amenazas, intimidaciones, chantajes, guerras civiles e imposiciones unilaterales basadas en la fuerza del imperio estadounidense. A diferencia de la transformación en curso, disponemos de todos los documentos necesarios para hacer un balance del desarrollo de la revolución conservadora de las décadas de 1970 y 1980, y podemos constatar fácilmente que se trata de la matriz de nuestro presente.
-
1971: Estados Unidos declara el fin de la convertibilidad del dólar en oro, fundamento del imperio monetario y financiero que hace del déficit comercial el arma de imposición de su propia moneda soberana. El presidente estadounidense de la época, Nixon, devalúa el dólar e impone un arancel aduanero del 10 % a todo el mundo occidental.
-
1972: Nixon y Kissinger restablecen las relaciones políticas con China –momento fundamental de la estrategia del Estado–, sin las cuales no habría existido la “globalización” ni la acumulación mundial de capital, de la cual nace el llamado “neoliberalismo”.
-
1973: Golpe de Estado en Chile organizado por el Pentágono y los militares fascistas para poner fin militarmente a la reproducción de las “revoluciones” en el sur del mundo e instalar el primer gobierno neoliberal/golpista. Fundación de la Comisión Trilateral.
-
1974: acuerdo político entre el Estado estadounidense y Arabia Saudita para que la adquisición de petróleo se realice en dólares (en la práctica, su indexación al “oro negro”).
-
1975: crisis fiscal del Estado de Nueva York (las pensiones de los funcionarios terminan siendo utilizadas para reequilibrar los balances) y declaración de la Trilateral contra la democracia (considerada incompatible con el capitalismo).
-
1976: golpe de Estado en Argentina, que sigue allanando el terreno para la instauración del “neoliberalismo”, como había sucedido en Chile. La muerte de Mao y el arresto de la “Banda de los Cuatro” ponen fin definitivamente al periodo de la Revolución Cultural (que amenazaba constantemente con desembocar en una guerra civil). China acompaña la instauración de la financierización estadounidense, congelando los salarios, incorporando la industria occidental e inundando el mercado estadounidense con productos de bajo costo.
-
1977: primer viaje de Hayek a Chile para reunirse con Pinochet y llenar de elogios al Estado fascista, condición previa para su mercado libre y competitivo. Comienza la represión en Alemania y en Italia por parte de los respectivos Estados para apagar los últimos fuegos de 1968 (o los primeros anticipos de luchas futuras). A partir de 1969 se despliega en Italia una “estrategia de la tensión”: una serie de atentados organizados por fascistas, por los servicios secretos italianos y estadounidenses, en el país más combativo de Europa.
-
1979: la contrarrevolución conquista el Estado con Thatcher: nuevas leyes y nuevo derecho para destruir las leyes y el derecho impuestos por los propios Estados Unidos después de las guerras. Volcker, expresión de la nueva estrategia estatal, hace explotar las tasas de interés para frenar la inflación y lanzar la economía de las finanzas y de la deuda (con estas tasas conviene especular antes que producir).
-
1980: la contrarrevolución también toma el control del poder estatal en Estados Unidos con Reagan, quien lanza políticas fiscales regresivas, recortes de impuestos para los ricos, aumento del gasto militar y ataca el sistema de protección social. Tanto el Estado estadounidense como el británico atacan sistemáticamente a las fuerzas sindicales y derrotan a las clases obreras del norte del mundo.
-
1983: invasión de Granada por parte del Estado estadounidense para destituir a los marxistas en el poder y segundo viaje de Hayek a los fascistas chilenos.
-
1985: fin de la primera fase de la guerra civil cuando el Estado estadounidense impone a Japón (la “China” de esa época) el suicidio económico para salvar el Imperio (revaluación de la moneda japonesa, inversiones en EE. UU., compra de la deuda estadounidense, etc.). La economía japonesa nunca se recuperará.
La diversidad de intervenciones (sociales, mediáticas, académicas, militares, económicas, geopolíticas externas, políticas internas, etc.) necesarias para cambiar las modalidades de la acumulación es impresionante, pero ninguna de ellas es confiada al libre mercado competitivo. Lo que reaparece continuamente es la acción del Estado y de la fuerza, porque este ha sido, y sigue siendo, el lugar del desarrollo, de la gestión y de la mediación (con otros monopolios de poder, en particular los financieros) de la estrategia estadounidense.
La estrategia de Trump es una réplica de la practicada por las administraciones estatales estadounidenses entre 1971 y 1985. Con la única diferencia de que entonces todavía existía la Unión Soviética y no existían los BRICS. La gran mayoría de la producción mundial era fruto del “capitalismo colectivo” (Estados Unidos, Europa, Japón), mientras que en la actualidad los BRICS producen más que el G7 y el sur del mundo rechaza dejarse explotar, lo que vuelve imposible la estrategia estadounidense.
Una vez terminada la guerra civil occidental con una victoria aplastante de Estados Unidos, estalla la narrativa neoliberal. El neoliberalismo pretende hacer de la economía una alternativa radical a la soberanía y al monopolio de la decisión (el Estado) que la han instituido. El modelo hobbesiano de “protección” asegurada por el soberano a cambio de la “obediencia” de los súbditos deja su lugar al mercado, en el que nadie decide y todos eligen: de la multiplicidad de elecciones individuales coordinadas por la competencia nace un orden espontáneo (“Cosmos”, según el golpista Hayek).
Las consecuencias de la fe en la victoria total del capitalismo y en la eliminación definitiva de lo negativo son a la vez dramáticas y cómicas. Tras la caída de la Unión Soviética, mientras se impone el Consenso de Washington (reconocimiento de la hegemonía unilateral de Estados Unidos sobre el mercado mundial), se establece una convergencia paradójica y antinatural entre el pensamiento crítico y los nuevos movimientos, por un lado, y el liberalismo, por otro. La derrota del comunismo es celebrada como la neutralización de lo “negativo”. La desaparición del enemigo surgido con la revolución soviética abre el camino a la acción “positiva” del mercado, a la democracia exportable a todo el mundo, a la reducción de las guerras a fenómenos marginales, a la paz y –nada menos– al fin de la historia, que, como todos saben, avanzaba hacia la victoria liberal, siempre desde el lado negativo: a través de la guerra, la destrucción, la dominación.
Mucho antes de 1991, a lo largo de los años sesenta y setenta, el pensamiento crítico había concentrado sus esfuerzos teóricos en liberarse de lo “negativo”. La política revolucionaria, fundada en la negación del enemigo de clase y en la destrucción de sus instituciones (Estado, mercado, ejército, policía), sería, según esta perspectiva, la causa de su propia derrota. La nueva política debe ser “afirmativa” (o performativa): lo negativo o no existe, o solo tiene una existencia “fenomenológica”; el ser es absolutamente positivo. Incluso la acción del poder debe ser considerada ante todo positiva, ya que produce en lugar de prohibir, aumenta la potencia de la vida en lugar de destruirla (Foucault): todo ello pensado y escrito mientras la contrarrevolución había llegado hasta la eliminación física del enemigo político. Doble ceguera: del pensamiento liberal (que con la “guerra infinita contra el terrorismo” simplemente se equivocó de enemigo) y del pensamiento crítico, ya que el “dos” de la dominación, de la explotación, del imperialismo, de la guerra, de la guerra civil, del colonialismo y del genocidio existen y persisten a pesar de la eliminación de lo “negativo”. Si no son solubles en el mercado, no lo son tampoco en la ética de la relación consigo mismo, en la producción de subjetividad, en el poder constituyente de la Multitud, en el devenir revolucionario.
La multiplicidad y el dos
La relación multiplicidad/dualismo es nuestro problema político, pero, en la coyuntura teórica y política de los movimientos contemporáneos, es casi imposible plantearlo. La situación de los últimos cincuenta años podría sintetizarse así: organización local, intermitente, distribuida, versátil, múltiple contra las diferentes modalidades de dominación/explotación (ni horizontal ni vertical, afirma el compañero brasileño Rodrigo Nunes) y desorganización absoluta (hasta su rechazo), incapacidad para construir e imponer relaciones de fuerza, falta de teoría y práctica del uso de la fuerza en el enfrentamiento con la totalidad dividida (en este sentido, el compañero brasileño es bien representativo del impasse contemporáneo). Solo el enemigo de clase considera este nivel del conflicto estratégico. Es así como sigue venciendo. Una serie interrumpida solo por los revolucionarios del siglo XX que decidieron enfrentarse resueltamente al “dos” del poder, porque es por ese camino que llegaron todas las derrotas del siglo XIX. ¿Qué hacer para que la multiplicidad de luchas que se manifestaron con la Comuna de París no termine con la “semana sangrienta”, con la masacre de los insurrectos?
El exterminio ha vuelto en forma de genocidio que las democracias liberales y el capitalismo progresista no tienen ningún problema en incitar, financiar, armar y legitimar. El problema se plantea de nuevo, con urgencia, en nuevas condiciones. Gaza es mucho más que uno de los focos de la guerra civil mundial “por partes”, ¡Gaza es nuestro destino! Estados Unidos distribuye millones de dólares que no tiene (Milei, Israel, Ucrania, todas las “revoluciones” de colores, etc.) como si fueran maníes, gracias a una enorme burbuja financiera que no se sabe cuándo, pero que con toda seguridad estallará. Entonces, los gobiernos occidentales dispondrán de procedimientos, dispositivos y técnicas experimentadas en el genocidio de los palestinos para usar contra los pobres del Norte, porque lo que Israel practica es una guerra contra la población. En las dos guerras mundiales murieron un gran número de civiles, pero porque quedaron atrapados entre los combates de dos ejércitos enemigos. Aquí los civiles son el único objetivo real del ejército israelí. Algo similar podrá comprobarse cuando el cambio climático empuje a los “bárbaros” del sur hacia el norte en busca desesperada de condiciones para poder vivir y respirar. Los señores del mundo tienen listo para su uso un nuevo modelo de guerra civil contra los proletarios de todo el planeta, concebido por los sionistas.
El imperativo categórico de nuestra época: es necesario pensar a partir de Gaza, es decir, a partir de la violencia absoluta que la máquina Estado-Capital no tiene ningún escrúpulo en poner en práctica. No se puede limitar la crítica del capitalismo a la crítica del trabajo, del welfare, del Estado regulador o incluso de la policía, considerando estas instituciones como fundamentalmente pacificadas, porque el genocidio es producto de las mismas empresas y del mismo Estado. No se puede limitar la crítica del poder a la crítica de las disciplinas, de la biopolítica, de las sociedades de control, de la vigilancia. El genocidio no es la expresión de otro poder, sino de estos mismos dispositivos que insistimos en ver funcionar sin guerra, sin guerra civil, sin la radical hostilidad de clase. Las democracias no se oponen a las autocracias porque organizan directamente el genocidio y reprimen a quienes lo denuncian. De hecho, hemos juzgado el nazismo como un paréntesis, una interrupción de un capitalismo y de un Estado fundamentalmente “progresistas”, aunque hayamos afirmado lo contrario. En realidad, nunca hemos pensado rigurosamente “después de Auschwitz” y ahora nuestra conciencia pusilánime y despreocupada se ve desconcertada por Gaza, cementerio de nuestras teorías afirmativas, de nuestras filosofías sin lo negativo, de nuestra radicalidad sin odio de clase, de nuestra política sin ruptura revolucionaria con la destrucción y la autodestrucción de la máquina genocidiaria Estado-Capital.
Después de dos años de aparente indiferencia, Gaza ha suscitado formas de movilización que replantean las cuestiones a las que habían respondido los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, enfrentados a las guerras mundiales desencadenadas por las crisis del capitalismo de la competencia y de su forma de gobierno, el liberalismo.
El movimiento italiano de principios de otoño ha demostrado que la fuerza se crea, que la potencia se hace cuando se ataca directamente al “todo dividido”, que el enfrentamiento produce una masificación cuando la ofensiva es dirigida contra la forma más general del ejercicio del poder, el genocidio, la guerra civil mundial, la guerra entre Estados. El movimiento se vuelve fuerza política cuando la multiplicidad, elevándose a la altura de la estrategia del enemigo, asume el dos, el dualismo global impuesto por la totalización imposible del poder.
Ni deserción, ni éxodo, ni línea de fuga, sino ruptura global. El éxodo ha sido pensado como una alternativa a las revoluciones y a su confrontación/enfrentamiento directo con el poder. Eludir, desviar, esquivar, evadir, evitar el poder, como si se tuviera la fuerza para imponer otra vida, otros comportamientos, otra subjetividad, y como si esa fuerza, cuando se manifestó, no hubiera sido el resultado de un siglo de revoluciones y luchas y, por lo tanto, de relaciones de fuerza siempre reversibles (¡y que efectivamente se han dado vuelta!), sino una adquisición, un potencial ontológico. Desde una dimensión espacial, el éxodo, la sustracción, la deserción se transforman dando lugar a un ethos, a una “otra vida”, a un modelo ético-político en el que converge el conjunto del pensamiento crítico. Han sido opuestos los conflictos de mundos a los conflictos de fuerzas, siempre con la ilusión de escapar del dos de la lucha, pero los mundos sin la fuerza se vuelven rápidamente angustiosos, pobres desde todos los puntos de vista, hasta extinguirse en la dominación/explotación. Incluso admitiendo que la multiplicidad expresada en los movimientos sea un éxodo en curso, la prueba del dos siempre llega. Aunque solo sea porque el todo dividido e imperial no tiene intención alguna de perder su hegemonía. Incluso la positividad de un hipotético modelo ético-político debe medirse con lo negativo, y dos veces más que una.
Ante todo, la fuerza y la potencia de la afirmación no pueden surgir más que gracias a una negación. La historia no avanza según un plan predeterminado, no hay ninguna dirección ni sentido inscritos en ella; procede según los “azares” de los conflictos, según las estrategias de las guerras y de las guerras civiles. Pero también en este caso, es desde el “lado negativo” de las cosas desde donde se hace la historia. Muchas ilusiones del pensamiento crítico y de los nuevos movimientos se han desvanecido después de 2008.
Como toda afirmación, la del movimiento necesita una doble negación para imponerse: una preliminar a su acontecimiento, que funciona como condición para su surgimiento, y una segunda, por construir, que la consolida y la realiza plenamente atacando a la máquina capital-Estado en su conjunto.
Lo negativo está doblemente subordinado a la afirmación del movimiento contra el genocidio, pero no puede, en ningún caso, ser eliminado: en primer lugar, la afirmación presupone la negación de la inexistencia a la que estaba condenado el proletariado italiano antes de su levantamiento (condenado a la afasia, por la asimetría de las relaciones de explotación, dominación, subordinación al patrón, al macho, al hombre blanco), que ha sido, al mismo tiempo, la negación de la política de guerra, la negación del sionismo genocida. Pero para perdurar, estructurarse y organizarse, será necesaria una segunda negación que habrá que inventar y practicar. La fuerza del levantamiento, su desarrollo en el tiempo y en el espacio, depende de su capacidad para negar la totalidad dividida, es decir, el conjunto de dispositivos, valores y de instituciones de la totalización imposible del capitalismo y de su Estado. Esta segunda negación es diferente de la manifestada por la “insurrección”, por el tumulto, por la revuelta: implica otra temporalidad y una estrategia de larga duración. La lucha por el salario, por el welfare, por los derechos políticos y sociales es necesaria, pero no suficiente. La lucha política es un doble movimiento de abajo hacia arriba, pero también a la inversa: la lucha general contra la totalidad dividida que da fuerza, coherencia y perspectiva a las luchas particulares (al menos así fue durante todo el siglo XIX y el siglo XX). La lucha radical contra el poder global vuelve sobre la multiplicidad, sobre lo micro, sobre las luchas específicas para reforzarlas, intensificarlas, volverlas capaces de construir relaciones de fuerza, confiriéndoles al mismo tiempo una profundidad histórica. Esta segunda fase se amplifica si logra conjugar el abajo con el arriba, la multiplicidad y el dos: esta es la oportunidad política que hay que saber aprovechar.
De la ruptura surge un proceso de constitución de una subjetividad que, antes del acto de rechazo, no existía, creando nuevas posibilidades cuya actualización no es solo una “relación consigo mismo”, complacida con su propia mutación, su propia diferenciación y su propio devenir, sino organización de la fuerza a desplegar en la lucha para destruir la maquinaria de la dominación y de la explotación, y el eterno retorno de las guerras mundiales y civiles que esta siempre está dispuesta a desencadenar.
Históricamente, esta doble negación de la afirmación en política ha sido llamada revolución. No sé qué forma tomará este movimiento italiano, si asumirá la estrategia y la temporalidad de la segunda negación, pero una cosa es segura: si no quiere refluir, si rechaza recaer en las diferentes modalidades de dominación “amo-esclavo”, si no quiere volver a ser una simple multiplicidad dispersa y fragmentada, debe afrontar el problema de la relación entre multiplicidad y dualismo, debe preguntarse cómo deshacer el “todo dividido”. Y, si se presenta el caso, no debe cerrar los ojos ante la cuestión de la fuerza.
Si la naturaleza de la lucha es radicalmente no determinista, tanto más necesaria es la estrategia. Es el acto de revuelta el que crea la fuerza, la ruptura la que crea lo posible, la revuelta la que abre el proceso de subjetivación. No existe un proletariado “en sí” (ontología de las fuerzas productivas) que deba devenir “por sí” (su actualización), como en la tradición hegeliano-marxista, que desde este punto de vista es aristotélica.
No sé si el ciclo de las revoluciones ha terminado, si “la revolución ya ha tenido lugar”, si ha fracasado a causa de la guerra y de la violencia, si en el lugar de la revolución se podría colocar un pálido e impotente “devenir revolucionario”. Lo que me interesa es encontrar una respuesta a las preguntas que plantean las relaciones de poder (y en particular la guerra). Las revoluciones del siglo XX han dado sus respuestas.
La revolución fue una “simplificación” capaz de volver a los fundamentos; practicó un retorno a los principios, por decirlo con Maquiavelo, es decir, hizo resurgir la división, el dualismo de clases, propietarios y no propietarios, que funda la sociedad capitalista. Hoy en día, esta simplificación es impuesta y organizada regularmente solo por nuestros enemigos, bajo la forma de guerra civil de baja intensidad o de violencia abierta.
En la revolución, la inversión de las relaciones de los “seres humanos en relaciones entre cosas” ya no funciona. Ella nos coloca inmediatamente frente a un enemigo que ya no está protegido por los automatismos económicos (moneda, mercado, etc.). La impersonalidad de las relaciones capitalistas vuelve a ser “personal”: el rey está desnudo. La revolución interviene cuando el poder está en juego y las clases dominantes están dispuestas a acumular montañas de cadáveres con tal de conservarlo.
La revolución ha sido una transformación de la violencia sufrida en fuerza directa contra el todo dividido del poder. Se identifica la revolución con la violencia, pero la violencia social (sexismo, racismo, explotación, dominación) es enormemente más vasta que la violencia revolucionaria, cuyo objetivo principal es precisamente circunscribir la violencia social y transformarla en fuerza.
La revolución ha sido un enorme proceso de doble subjetivación: subjetivación de las organizaciones políticas revolucionarias y subjetivación del proletariado. La estrategia ha sido concebida a partir de su relación y de la confrontación con el enemigo.
El capitalismo se repite en la diferencia, pero la diferenciación no elimina sus principios. Al contrario. La máquina Estado-Capital ha cambiado, pero los problemas que acabamos de enumerar a modo de ejemplo siguen existiendo. Es necesario buscar rápidamente nuevas respuestas a los dualismos de la guerra, de la militarización y del fascismo, porque la fuerza de destrucción que la máquina Estado-Capital despliega en épocas de radicalización de las relaciones de poder entre clases y entre Estados corre el riesgo de transformarse en autodestrucción (que ya afecta a Europa de manera irreversible). Este peligro hoy se ve multiplicado por el hecho de que la soberanía estadounidense (no solo el Estado, sino el conjunto de los centros de poder) ya no tiene la posibilidad de acoplar la acción destructiva a la invención de un nuevo capitalismo. Lo que puede ofrecer al resto del mundo es la perpetuación de un dominio militar-financiero que no tiene otra legitimación que su propia reproducción.
Paralelamente, en el corazón del Imperio, donde residen las instituciones monetarias y financieras de la sociedad de los rentiers [rentistas], la palabra “socialismo” –prohibida, maldita, demonizada– reaparece: otro síntoma de la intensificación de los conflictos y de su dualismo.
¡Es por esto que es extremadamente urgente cuestionar la división de clases, la totalización imposible, su uso descarado, cínico y sádico de la violencia, que alcanza su ápice en el genocidio, e intentar dar respuestas proporcionales al nivel del enfrentamiento, teniendo en cuenta los grandes éxitos y los grandes fracasos de las revoluciones!
Sociólogo y filósofo italiano, Maurizio Lazzarato fue durante la década de 1970 militante de Autonomia Operaia [Autonomía Obrera]. Exiliado en Francia, se instaló en París, donde se dedicó a investigar y analizar las transformaciones del trabajo y del capital, la constitución subjetiva y social de la deuda y las condiciones políticas de la economía inmaterial.
Entre sus libros en castellano, se encuentran Políticas del acontecimiento (Tinta Limón, 2006); La fábrica del hombre endeudado (Amorrortu, 2013); Gobernar a través de la deuda (Amorrortu, 2015); Potencias de la invención (Cactus, 2018); El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución (Eterna Cadencia, 2019); Signos y máquinas. El capitalismo y la producción de subjetividad (Enclave de Libros, 2020), Marcel Duchamp y el rechazo del trabajo (Contemporáneos, 2021); Guerras y capital. Una contrahistoria (con Éric Aliez) (Tinta Limón y La Cebra, 2021 / Traficantes de Sueños, 2022); Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa (Tinta Limón, 2022); ¿Te acuerdas de la revolución? Minorías y clases (Eterna Cadencia, 2022); El imperialismo del dólar (Tinta Limón, 2023), y ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (Tinta Limón / Traficantes de Sueños, 2024).