Potencia e impotencia contemporáneas

¿Por qué el capital no se siente amenazado? • Por Maurizio Lazzarato

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El Lissitsky, Chad Gadya [La fábula de la cabra], versos 5 y 7 (“Entonces vino el fuego y quemó el palo”, “Entonces vino el toro y tomó el agua”) (1919)

El Lissitsky, Chad Gadya [La fábula de la cabra], versos 5 y 7 (“Entonces vino el fuego y quemó el palo”, “Entonces vino el toro y tomó el agua”) (1919)

Original en italiano: Machina Rivista, diciembre de 2025 / Traducción: Dazi Bao

Luchas sin revolución

Es mucho más fácil llevar a cabo análisis geopolíticos, describir el equilibrio de poder entre los Estados y sus grandes espacios, que comprender las razones de la impotencia política de los movimientos que se ha manifestado desde los años setenta en adelante. No es que no haya habido formidables movilizaciones de masas contra el capitalismo y el Estado. Incluso recientemente, las revueltas de la Generación Z en el Sur del mundo o contra el genocidio de los palestinos son sin duda una expresión de potencia. Vincent Bevins, periodista estadounidense, afirma en su libro If we burn: The mass protest decade and the missing revolution [Si ardemos: la década de las protestas masivas y la revolución perdida] que entre enero de 2011 y finales de 2019 se habría producido un ciclo de luchas sin precedentes en la historia del capitalismo, superior incluso al de los movimientos de 1968. La obra analiza los movimientos que han sacudido, y en ocasiones trastornado, las estructuras políticas e institucionales de diez países (Túnez, Egipto, Baréin, Yemen, Turquía, Brasil, Ucrania, Hong Kong, Corea del Sur y Chile) a partir de 2008. Aun suponiendo que lo afirmado sea cierto, surge inmediatamente una pregunta: ¿cómo es posible que esta “ola revolucionaria” haya sido incapaz de producir y estabilizar la más mínima relación de fuerzas con el enemigo, que no haya inventado ninguna forma de organización capaz no digo de pasar a la ofensiva, sino siquiera de resistir la iniciativa del enemigo de clase? ¿Cómo es posible que no haya esbozado la capacidad de salir de la defensiva en la que estamos encerrados y que ya ha perdido toda eficacia? ¿Por qué las experiencias locales, incluso las más interesantes (como la zapatista), permanecen cerradas, incapaces de contagio, difusión, reproducción, a diferencia de las revoluciones de la primera mitad del siglo XX?

Este ciclo de luchas ha concluido con una nueva ofensiva estratégica de Estados Unidos –la cuarta desde el final de la guerra (1945, 1971, 1991, 2008)– que incluye la guerra contra los BRICS, la guerra civil interna declarada por Trump, el genocidio abiertamente reivindicado, financiado, armado y legitimado por las democracias liberales para intentar salir de la crisis en la que se ha precipitado el capitalismo occidental, no debido a la oposición de clase –que nunca ha alcanzado tal nivel de confrontación–, sino por sus propias contradicciones.

El proletariado contemporáneo, incluso a la luz de los datos “económicos”, parece uno de los más débiles de toda la historia del capitalismo: una enorme transferencia de renta del trabajo al capital, acompañada del bloqueo de los salarios, continúa ininterrumpidamente desde los años setenta, sustituida por la obligación de endeudarse; un desmantelamiento sistemático del Welfare (es decir, del salario socializado), cuyo objetivo no es solo la privatización de todos los servicios sociales, sino su transformación en welfare para las empresas y para los ricos; la carga fiscal recae exclusivamente sobre el trabajo, ya que los ricos y las empresas, tal como sus antepasados aristocráticos, se niegan a pagar los impuestos, de modo que la “asistencia” a los rentistas –la verdadera razón de ser de todo el sistema– es pagada por el proletariado; la lucha secular por la reducción del tiempo de trabajo, con la que Marx evaluaba la fuerza de los movimientos, se ha detenido y se ha invertido de manera radical, concediendo, de un solo golpe, cuatro, cinco, siete (y pronto diez) años de vida al “vampiro” capitalista, y así sucesivamente, pasando de derrota en derrota.

Estos nuevos movimientos políticos están demasiado lejos de amenazar la existencia de la máquina Capital-Estado, única condición que la obliga a negociar. El capital y el Estado hacen literalmente lo que quieren en Occidente, sin tener que rendir cuentas a nadie, practicando la injusticia más radical y la violencia más extrema, sin preocuparse por derechos o instituciones internacionales, hasta el punto de tener plena libertad para organizar un genocidio. Saben que nadie tiene la fuerza (¡la fuerza! ¡La fuerza es el problema!) para detenerlos.

La revolución perdida

La hipótesis que se puede avanzar para intentar explicar la impotencia manifiesta de los movimientos políticos después de 1968 es la derrota de la revolución en los años sesenta y setenta y, posteriormente, su cancelación teórica y política por parte de la memoria de las luchas. Desde el siglo XIX siempre existió una multiplicidad de formas de lucha: sindicales, políticas, por los derechos civiles, luchas de las mujeres, de liberación nacional, anticoloniales, por la mutualización de los riesgos, etc. Pero lo que las mantenía unidas, lo que les daba sentido y multiplicaba su fuerza, era la revolución (en curso o amenazada).

Las revoluciones fueron derrotadas, pero también se podría decir que terminaron, así como terminó la Revolución Francesa, dejando una huella muy profunda en el mundo. Las revoluciones del siglo XX inauguraron el proceso de declive de Occidente, ya que representaron el principio del fin de la colonización, el principio del fin del dominio y de la explotación del Sur, que durante cinco siglos constituyó el fundamento del desarrollo del capitalismo. Se pueden demostrar, incluso por la negativa, los extraordinarios avances que han supuesto para las clases populares del Norte: una vez que la revolución fue derrotada (o concluida), las relaciones de fuerza entre las clases volvieron al nivel anterior a la Revolución Francesa.

¿Qué hemos perdido con la supresión de la revolución? Somos incapaces de definir la naturaleza de la máquina de poder Capital-Estado que nos domina y de comprender las diferentes formas de conflicto que habría que organizar para destruirla.

Sin la revolución, ya no somos capaces de distinguir –una distinción que sigue siendo fundamental– entre el conflicto contra la dominación/explotación y el conflicto propio del proceso revolucionario. La lucha revolucionaria (insurrección, doble poder, guerra popular prolongada, guerra partisana, tales las formas asumidas en el siglo XX) implica relaciones de poder muy diferentes de las de la dominación/explotación. Este binomio puede ejemplificarse con la relación “amo/esclavo” de la Fenomenología del espíritu hegeliana, pero también con las relaciones de poder impuestas por la “voluntad de poder” nietzscheana. Las fuerzas se encuentran en una relación asimétrica y jerárquica: el amo manda y el esclavo obedece, tanto en Hegel como en Nietzsche. Asimetría significa que en la dominación actúan fuerzas activas de los vencedores (agresivas, conquistadoras, expansivas) que imponen poder, valores y explotación a las fuerzas pasivas/reactivas de los vencidos.

La ruptura de la asimetría

La relación asimétrica que describe Marx emerge claramente en su análisis del capital: la fuerza de trabajo (el “trabajo vivo”) es ante todo un componente del capital, a la par de las máquinas y las materias primas. Está subordinada, debe obedecer y ejecutar las órdenes del empleador, porque el proletariado ha sido derrotado y sometido por la acumulación primitiva. Las relaciones entre hombres y mujeres, así como las que existen entre blancos y racializados, pertenecen al mismo orden de relaciones. Todas estas relaciones jerárquicas comparten la misma estructura: la división entre quien manda y quien obedece.

La guerra revolucionaria rompe esta asimetría. Clausewitz define la guerra –y nosotros diremos la revolución– como un conflicto “entre iguales”, que se distingue de los demás porque se lleva al extremo, hasta el enfrentamiento armado. Él comprende perfectamente que, en la guerra o en la revolución, ya no existen “amos” ni “esclavos”. En el combate llevado al extremo, escribe: “Mientras no haya aplastado al adversario, debo temer que sea él quien me aplaste. Por lo tanto, ya no soy mi propio amo, ya que él me impone su ley como yo impongo la mía. (...) Cada uno de los adversarios impone su ley al otro”.

Decir que las fuerzas son simétricas no significa que posean la misma cantidad de poder o de fuerza. Significa más bien que ya no se encuentran en una relación de mando y obediencia, a pesar de la diferencia de sus poderes. Todo comienzo de revolución lo demuestra. La relación simétrica implica que el proletariado posee la fuerza y la organización necesarias para ser autónomo e independiente, es decir, para imponer su propia ley. La gran ilusión consiste en creer que lo que ya no somos capaces de conquistar políticamente nos sea dado por la ontología: es la ingenuidad en la que se arrulla todo el spinozismo político.

En la guerra revolucionaria, ambos polos de la oposición son positivos, pero heterogéneos, ya que no comparten ni los mismos valores ni los mismos objetivos. El vuelco de las relaciones de fuerza no se produce a través de la dialéctica, sino a través de la estrategia. La estrategia revolucionaria consiste en volver débil lo que es fuerte y fuerte lo que es débil, en invertir las relaciones de poder heredadas de la dominación.

Totalidad dividida, totalización imposible

Podemos distinguir diversos tipos de conflicto: micropolíticos; de raza; de género; de clase; todos internos y opuestos a la relación amo/esclavo. En estos conflictos, la autonomía y la independencia conquistadas contra la dominación siguen siendo siempre relativas, parciales, limitadas –como la propia “libertad”–, ya que tales luchas continúan desarrollándose dentro del capitalismo y su Estado.

La máquina Capital-Estado ejerce una forma global de poder, actuando como un “todo” o, más precisamente, como una totalidad dividida: “totalidad”, porque organiza el conjunto de las relaciones de poder; “dividida”, porque el conflicto es endémico, imposible de eliminar. Esta máquina tiende constantemente a la totalización de todas las relaciones de poder, sin poder nunca completarla. La guerra representa el intento paradójico de llevar a cabo esa totalización, porque lleva el conflicto al extremo y, al mismo tiempo, lleva también al extremo la autonomía y la independencia del proletariado, si este logra iniciar un proceso revolucionario.

La lucha puede romper con la dominación y la explotación, pero sigue entrampada en la totalidad dividida de la máquina Estado-Capital, cuyo poder sigue creciendo si no es atacada en su integridad. Es más, en la posguerra ha logrado incluso utilizar la resistencia y el conflicto que se producen en su contra como motor de la dinámica interna del “todo dividido”.

La teoría crítica y los nuevos movimientos basan su estrategia en la oposición entre multiplicidad y dualismo. El poder, dicen, sería dualista; por el contrario, la multiplicación de las subjetividades, la proliferación de las diferencias y la creación de nuevas formas de vida bastarían, por sí solas, para derribarlo, o al menos para valerse por sí mismas.  Pero el “todo dividido” siempre articula multiplicidad y dualismo. Organiza incesantemente una multiplicidad de divisiones (de clase, de raza, de sexo) y hace de estas mismas divisiones la condición del dualismo fundamental entre quien manda y quien obedece, entre propietarios y no propietarios. La organización del poder es, por lo tanto, doble: una multiplicidad de dispositivos “amo/esclavo” y la gran división “amigo/enemigo”, que permite decidir, dar forma y actuar en la llamada “complejidad” de las relaciones de poder. Esta división global de la máquina Estado-Capital comanda y estructura todas las demás.

Las autonomías e independencias conquistadas en los conflictos de raza, de géneros o de sexo, si no logran desafiar al capitalismo en su dimensión global y totalizante, corren el riesgo de perder intensidad y de transformarse en fuerzas funcionales al propio capitalismo. La máquina Capital-Estado puede tolerar, en su interior, movimientos que no amenacen su destrucción. Pero, tarde o temprano, estos terminan siendo reabsorbidos en la dominación.

Tras la derrota de las revoluciones de los años sesenta y setenta, los movimientos sociales tienen dificultades para enfrentarse a la totalidad dividida del poder. Cuando lo consiguen –como en Egipto (Primavera Árabe), en Chile (insurrección de 2019) o en Francia (Chalecos Amarillos)– terminan siendo rápidamente derrotados porque carecen de una estrategia capaz de gestionar el enfrentamiento con la totalidad dividida del poder. En todos estos casos se trató, como rezaba una pancarta durante la revuelta egipcia, de una “media revolución”: una revolución incompleta, carente del “qué hacer” y del “cómo hacer” una vez alcanzado el punto del enfrentamiento directo.

La derrota de la revolución ha cancelado, entre los dominados, la conciencia y el conocimiento del dualismo, y los movimientos políticos actuales son incapaces de reconstruirlo como eje estratégico. Así se ha extendido un profundo miedo al dualismo, mientras que todo auténtico proceso de liberación pasa precisamente por su aceptación. Mario Tronti, describiendo con precisión la condición en la que nos encontramos desde el “fin” de las revoluciones, escribe: “El miedo al dos. El uno es el en sí tranquilizador de todo lo que existe. El tres es el punto de apoyo de la síntesis tranquilizadora de la contradicción. El dos presupone, de manera insoluble, la polaridad, la oposición, incluso la contradicción. Y siempre es un positivo y un negativo. Es en saber asumir sobre sí la potencia inmanente de lo negativo, bajo formas elevadas, noblemente destructivas, donde se reconoce la fuerza capaz de medirse con el destino de cambiar el mundo”.

El “dos” de la relación amo/sirviente (feminista, obrera o decolonial) no es de la misma naturaleza que el “dos” de la revolución. El primer “dos” coloca a todas las mujeres y personas racializadas por un lado y a todos los hombres y blancos por el otro. El “dos” de la revolución, en cambio, actúa de manera diferente, dividiendo verticalmente a mujeres, hombres, personas racializadas, trabajadores, consumidores, ya que divide a quienes están a favor y en contra de la destrucción de los poderes constituidos. Organiza por su cuenta la oposición amigo/enemigo, recurriendo a mujeres, hombres, racializados, trabajadores, consumidores, pero dividiéndolos de manera diferente (según una fractura de clase) de cómo el racismo, el sexismo y la organización del trabajo los habían dividido.

Antes de ser una composición o una coordinación de las diferencias, la revolución opera una división, una radicalización, una centralización y una intensificación política de la oposición entre las fuerzas. La “transversalidad”, concepto introducido por Félix Guattari en los años sesenta –precursor de la interseccionalidad (que se limita a reproducir el concepto cincuenta años después)–, es eficaz solo si divide antes de componer (la primera parte de la acción de la transversalidad falta en Guattari, de ahí la debilidad del concepto).

Si no se recupera esta oposición amigo/enemigo, jamás se cruzará la máquina del poder, ni la posibilidad de deshacerla. Se vivirá en la ilusión de estar en éxodo o en fuga, en la quimera de construir formas de subjetividad y de vida autónomas e independientes, de crear comunidades, de “devenir revolucionarios”, de vivir pequeñas y fugaces libertades (Rancière), mientras que en realidad se está sometido, dominado, explotado de una manera que nos remite a los períodos más oscuros de la historia del capitalismo. Una ilusión que se derrumbó definitivamente con el régimen de guerra, el genocidio, el aumento de la violencia racista y sexista que, uno tras otro, han clausurado todos los espacios de “libertad”, han deshecho los procesos de subjetivación transformando el devenir revolucionario en devenir fascista.

Sin el reconocimiento de este dualismo, sin la búsqueda de una oposición radical a la totalidad dividida, las clases oprimidas merecen, como ya se decía a principios del siglo XX, ser “tratadas como esclavas”: algo de lo que nuestros amos no se privan en absoluto. La guerra, el genocidio, la guerra civil mundial vuelven a poner en primer plano esta oposición amigo/enemigo, pero quien la ha hecho resurgir ha sido el enemigo de clase, y nosotros la sufrimos.

Autonomía, independencia, fuerza

El proceso de subjetivación de los nuevos movimientos sigue concentrado en la consolidación de la relación consigo mismo, de las formas de vida, de las producciones de diferencias, evitando tener en cuenta la necesidad complementaria del conflicto contra la “totalidad dividida” (el paso de la lucha contra la dominación a la “revolución”), ya que sin una ofensiva contra la totalización imposible, la autonomía y la independencia conquistadas en la lucha contra la dominación declinan inexorablemente.

La afirmación política requiere una doble negación. La primera es el rechazo a someterse a la relación de obediencia impuesta por el patrón, por el hombre, por el blanco. La relación de subordinación se rompe con un acto subjetivo de revuelta. Pero el rechazo de la relación esclavo/amo (capitalista/obrero, hombre/mujer, blanco/racializado) requiere una segunda negación: negación de la máquina global del poder, negación del todo dividido, negación de la totalización imposible. La primera negación produce un proceso de subjetivación que debe continuar, enriquecerse, cobrar consistencia al constituirse como voluntad de destrucción de las formas de la totalidad dividida. La segunda negación abre al proceso de construcción de relaciones de fuerza y de subjetivación capaces de atacar al poder como un todo (dividido). Proceso de largo aliento, a diferencia de la instantaneidad de la primera negación (rechazo, revuelta, etc.).

Los nuevos movimientos parecen querer limitarse a la primera negación y al proceso de subjetivación que le sigue, quedando a merced del Capital y de su Estado. Lo que parecen no desear es la necesidad y la organización del ciclo estratégico de la ruptura radical. De ahí la fuerza de la revuelta que se transforma en impotencia de los movimientos desde hace al menos cincuenta años.

Lo que no han logrado los nuevos movimientos, afirmarse a través de esta doble negación, lo han conseguido los Chalecos Amarillos, que merecen una atención especial desde dos puntos de vista: por un lado, han sido capaces de organizar el paso de la dominación al enfrentamiento directo con el poder; por otro, han logrado conducir una multiplicidad dispersa y fragmentada de proletarios al dualismo de poder con el “todo dividido”. Este paso no ha sido una simple coordinación y, si ha movilizado tan ampliamente, es porque ha propuesto una concentración e intensificación de la fuerza contra la totalidad del poder, algo que los sindicatos, los partidos políticos de izquierda y los nuevos movimientos políticos se niegan a hacer.

Los Chalecos Amarillos han sabido evitar las trampas y las ilusiones de las libertades parciales, de las pequeñas subjetivaciones, porque han comprendido bien que esta parcialidad siempre permanece dentro de las relaciones de explotación y dominación. El poder no se ha equivocado: ha movilizado toda la ferocidad de la maquinaria policial para neutralizar la fuerza de este enemigo interno que había escapado a todas las mediaciones de integración sindical y política. Al final, lo que ha faltado, una vez más, ha sido una sabiduría estratégica de estas situaciones de doble poder, una capacidad de construir alianzas para consolidarlo, la teoría y la práctica del ciclo estratégico.

Tras la derrota de los años setenta, el pensamiento crítico italiano difundió la excéntrica idea de que ya no era necesario conquistar la autonomía y la independencia políticamente, puesto que constituirían el patrimonio ontológico del nuevo proletariado. Aún más extraño: su impotencia sería debida a un exceso de potencia, a un exceso de competencias, habilidades, saberes y saber-hacer que no sabría cómo articular. Se puede sospechar legítimamente que la impotencia sería política, del mismo modo que la potencia.

Esto es aún más sorprendente si se piensa que en la Italia de los años 1968-1978 el proletariado había conquistado una autonomía y una independencia reales (no vagamente ontológicas), expresando un poder de decisión, de elección, una voluntad de imponer su punto de vista en las fábricas, en las universidades, en los barrios, y al mismo tiempo una negación complementaria de la capacidad de decisión, de elección y de imposición del enemigo. Todo ello conduciendo a una lucha encarnizada contra la totalidad dividida, infundiendo en las clases dominantes –mediante el uso de la fuerza, local y global– ese miedo que normalmente ellas utilizan como medio de gobierno. ¡No existe libertad sin la fuerza, lo sabemos al menos desde Maquiavelo!

El pensamiento crítico dio un paso adelante y dos atrás, al querer promover la acción positiva, afirmativa de la multiplicidad. Al igual que los nuevos movimientos, amplió el ciclo de la acumulación incluyendo la explotación de la reproducción social (feminismo), de las personas racializadas (movimiento decolonial), de la tierra y de los seres vivos (ecología política); estas relaciones “amo/esclavo”, que el marxismo había descuidado, fueron políticamente analizadas, diseccionadas, descuidando sin embargo el ciclo guerra/revolución. Pero el dualismo estratégico fue pensado y reorganizado únicamente por la maquinaria Estado-Capital, y completamente abandonado por quienes se oponen a ella, como si la multiplicación de las modalidades de explotación y de dominación que los nuevos movimientos y el pensamiento crítico ponían de relieve contuviera por sí sola el conjunto de las relaciones de poder y la fuerza para vencerlas. La “reproducción” requiere siempre del concurso de la fuerza: no está garantizada únicamente por los diferentes dispositivos amo/esclavo. La clausura imposible de la reproducción capitalista está asegurada por la policía y por el ejército cuando se ve amenazada desde dentro; por la guerra y por la guerra civil mundial cuando corre el riesgo de derrumbarse, como ocurre hoy en día. Las diversas teorías de la reproducción olvidan con demasiada facilidad que el poder es inseparable de lo militar, el gobierno del uso de la fuerza y de su monopolio, impulsadas en este sentido por las teorías del poder posteriores a 1968, donde todas estas categorías parecen haber desaparecido para dar paso a conceptos como gubernamentalidad, biopolítica, sociedades disciplinarias, de control, de vigilancia, etc.

Solo la Máquina Estado-Capital ha sabido, en cada ruptura (1945, 1971, 1991, 2008), repensar su estrategia, porque ha mantenido siempre una idea clara de quién era su enemigo y cómo combatirlo.

Impotencia teórica

La impotencia política contemporánea tiene raíces profundas, que se remontan a los años posteriores a 1968. ¿Cómo reaccionaron la teoría crítica y los movimientos ante la derrota de la revolución de la posguerra? Los pensadores críticos son muy diferentes entre sí, pero coinciden en un principio: neutralizar los conceptos de guerra, guerra civil y revolución, negando al mismo tiempo el estrecho vínculo que une a esta última con los primeros.

Alain Badiou ve en el hecho de que las revoluciones nazcan en el seno de las guerras la causa de su fracaso. Considera que las políticas que adoptan conceptos como “estrategia”, “táctica”, “movilización”, “orden del día”, “ofensiva y defensiva”, o incluso “relaciones de fuerzas”, son “muerte”, ya que “el modelo de la guerra es omnipresente”.

Para Étienne Balibar, “las revoluciones han tenido lugar (o al menos algunas revoluciones, pero de escala mundial y de alcance universal), y en lo inmediato todas han fracasado. Su uso político de la violencia está en el centro de este fracaso”.

Las afirmaciones de [Toni] Negri sobre la revolución son paradójicas: en medio de una contrarrevolución capitalista que lo ha arrasado todo a su paso, afirma que la revolución ya ha tenido lugar (lo que implica que ya no es necesaria, que hay que pasar al poder constituyente como después de toda revolución), dejándonos como legado una transformación ontológica que habría hecho al proletariado más fuerte que la clase obrera clásica. Al final de la trilogía con Michael Hardt, los autores encuentran la manera de liquidar la guerra: “La opción militar ha fracasado ampliamente, ya que la sociedad en guerra mina la productividad... La opción financiera es mucho más eficaz”.

Michel Foucault, rechazando la guerra civil como analizador de las relaciones de poder –después de haberla considerado como tal durante toda la primera mitad de los años setenta–, declara el fin del ciclo de las revoluciones. Por ello, es necesario abandonar el punto de vista radical (revolucionario) y global (luchar contra la totalidad dividida del poder) y dedicarse a la micropolítica (las relaciones hombre/mujer, maestro/alumno, médico/enfermo, etc.), estrategia también recomendada por Deleuze y Guattari. Las revoluciones siempre terminan mal, pero no el “devenir revolucionario”, que cada uno puede cultivar como una ética, una relación consigo mismo identificada con un “devenir revolucionario”. Con Guattari, operan un contrasentido sobre la naturaleza del capitalismo, perfectamente expresado por este último, que liquida la guerra y la revolución asumiendo los lugares comunes ingenuamente repetidos antes de cada guerra mundial: “Las revoluciones que apuntan a la toma del poder estatal –pensemos en el modelo revolucionario que se impuso en el siglo pasado y a principios de este– son revoluciones que ya no corresponden al nivel actual de integración, de relaciones internacionales, de estrategia, de desarrollo del capital, de desarrollo político”, mientras que la economía, en lugar de sustituir a la guerra, la ha transformado en guerra total, industrial, tecnológica, tanto más mortífera cuanto más integra al mundo entero. En estas condiciones, sin guerra ni revolución, la maquinaria de guerra ya no tiene como objetivo la guerra, sino la mutación: la producción de una nueva subjetividad, la revolución micropolítica. Rancière no necesita eliminar la guerra y la guerra civil (a pesar de ser el verdadero fundamento de la polis griega de la que obtiene su modelo de democracia), ya que nunca han formado parte de su “política”. La división entre las clases, resultado de feroces guerras civiles, se reduce al “partage du sensible” [reparto de lo sensible].

La ceguera ante la guerra y la revolución es la consecuencia directa de la doble batalla que todas estas teorías han librado contra lo “negativo” y el “dos”. La negación y el dualismo remitirían a la dialéctica hegeliana, a su permutación automática de los términos, a la síntesis como superación de las contradicciones. Así, la crítica de la trascendencia del “Uno” se hace a través de la “multiplicidad”, otra forma de eludir o sortear el “dos” del poder. Sin embargo, nuestra sociedad no es ni “una” ni “múltiple”: está dividida, dramáticamente dividida, como se puede constatar de mil maneras. La guerra, la guerra civil, el genocidio parecen malos recuerdos de una época pasada para siempre, mientras que son un sangriento recordatorio del dualismo que funda el capitalismo.

Lo más sorprendente de tales afirmaciones es que fueron formuladas en medio de una guerra civil desencadenada por Estados Unidos, una guerra que estas mismas teorías han sido incapaces de reconocer y nombrar. Librada entre 1971 y 1985 en todo el “mundo libre” (todavía existía la URSS), esta guerra civil tenía como objetivo restablecer su potencia económica y política, fuertemente sacudida en los años sesenta (la guerra contra el Sur, ejemplificada por la intervención en Vietnam, por un lado, y la competencia de Japón y Alemania, por otro). El conjunto de estas teorías se ha mostrado ciego ante la gran importancia estratégica del “dos” de esta guerra civil, que determinó el paso del fordismo al llamado “neoliberalismo” mediante una amplia activación de la negación y la afirmación de un dualismo de clases capaz de imponer un cambio económico, político y social dictado y comandado por la fuerza, que, cuando era necesario, también era armada.

¿Cómo se produjo el paso del fordismo al llamado neoliberalismo? ¿El cambio se produjo de manera inmanente a la producción? Se puede dudar de ello, así como se puede dudar de que la economía sea un ámbito y una ciencia autónoma, cerrada en sí misma, de la cual se puedan extraer “leyes” como lo hace la ciencia de la naturaleza.

Ya Marx, siguiendo a los economistas clásicos, hablaba de economía política, y nunca simplemente de economía, ya que esta era inseparable de la acción del Estado, de su intervención tanto política como militar y económica (en particular a través del crédito público, verdadero “credo” del capital). El lado político del sintagma “economía política” nunca fue realmente estudiado por Marx, que privilegió el “capital”. Con la llegada del imperialismo, las cosas cambian profundamente, ya que no solo el Estado desempeña un papel determinante, tanto desde el punto de vista económico como el político/militar, sino que uno de los atributos de su soberanía se vuelve estratégico para el capitalismo: declarar y llevar a cabo la guerra.

Gramsci, en su celebre artículo La revolución contra el Capital, analiza lo que distingue el capitalismo de Marx del de Lenin: “Marx ha previsto lo previsible. No podía prever la guerra europea, o mejor dicho, no podía prever que esta guerra tendría la duración y los efectos que ha tenido”. Rosa Luxemburgo, unos años antes, en su obra principal, observa que, en el mercado mundial, tal y como se ha configurado con el imperialismo, la guerra, las relaciones de fuerza entre Estados y los conflictos por la apropiación colonial hacen que el funcionamiento de las leyes económicas sea más que precario.

De modo más general, la crítica de la economía política presenta un defecto fundamental: no puede partir de la producción de mercancías y de su distribución. Ni siquiera la producción marxiana constituye un buen punto de partida, ya que presupone que la fuerza de trabajo ya estaría privada de toda propiedad y que el capitalista, por el contrario, sería el propietario de las condiciones materiales de la existencia. La división entre propietarios y no propietarios no es el resultado de la producción: surge de la fuerza, de la violencia, de la guerra civil. Desde cualquier punto de vista que se analice la producción (a nivel macro –mercado mundial– o micro –producción en fábrica, trabajo doméstico, etc.), no se la puede separar de la guerra.

Pero el elemento decisivo es la transformación de la naturaleza del conflicto: la entrada de los “pueblos oprimidos” (los pueblos colonizados) en la lucha. La transformación, en esta parte del mundo, de la lucha de clases en guerra de partisanos y en revolución victoriosa, sustrae a la soberanía del Estado la prerrogativa de declarar y llevar a cabo la guerra. La división Norte/Sur, es decir, la colonización, sufre un primer y decisivo ataque del cual ya no se recuperará. El conflicto da un salto cualitativo al volverse global, superando un umbral que obliga al Estado y al capital a reorganizarse para intentar detener lo que, tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la revolución soviética, ya se denominaba “la decadencia de Occidente”.

Desde el advenimiento del imperialismo y de la “guerra de guerrillas”, el marco general de la acción política y económica es la guerra civil mundial. Esta es la razón principal por la cual la definición de crítica de la economía política es insuficiente.

Que la guerra tenga una función estructural en el capitalismo significa que ella constituye el marco en el que se desarrollan las luchas; y, si bien no toda lucha es una guerra, debe tener en cuenta esta realidad, sobre todo porque, tarde o temprano, la maquinaria Estado-Capital conduce inevitablemente a ella. Se quiera o no, la guerra, dada la naturaleza, las contradicciones y las oposiciones que suscita el capitalismo, representa el desenlace final del ciclo de acumulación. En poco más de un siglo, se han sucedido cuatro guerras mundiales (y una guerra civil occidental). Pensar la estrategia fuera de este marco significa condenarse a la impotencia y a la derrota.


Sociólogo y filósofo italiano, Maurizio Lazzarato fue durante la década de 1970 militante de Autonomia Operaia [Autonomía Obrera]. Exiliado en Francia, se instaló en París, donde se dedicó a investigar y analizar las transformaciones del trabajo y del capital, la constitución subjetiva y social de la deuda y las condiciones políticas de la economía inmaterial.

Entre sus libros en castellano, se encuentran Políticas del acontecimiento (Tinta Limón, 2006); La fábrica del hombre endeudado (Amorrortu, 2013); Gobernar a través de la deuda (Amorrortu, 2015); Potencias de la invención (Cactus, 2018); El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución (Eterna Cadencia, 2019); Signos y máquinas. El capitalismo y la producción de subjetividad (Enclave de Libros, 2020), Marcel Duchamp y el rechazo del trabajo (Contemporáneos, 2021); Guerras y capital. Una contrahistoria (con Éric Aliez) (Tinta Limón y La Cebra, 2021 / Traficantes de Sueños, 2022); Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa (Tinta Limón, 2022); ¿Te acuerdas de la revolución? Minorías y clases (Eterna Cadencia, 2022); El imperialismo del dólar (Tinta Limón, 2023), y ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (Tinta Limón / Traficantes de Sueños, 2024).