Todd Schorr, Atomic vacation (2010)
La acumulación originaria, el estado de naturaleza del capital,
es el prototipo de la crisis capitalista.
Hans-Jürgen Krahl
El capitalismo no se reduce a un ciclo de acumulación, ya que siempre va precedido, acompañado y seguido de un ciclo estratégico definido por el conflicto, por la guerra, por la guerra civil y, eventualmente, por la revolución. El ciclo estratégico incluye, sí, la acumulación originaria tal y como es explicada por Marx, pero solo como su primera fase; a esta le sigue el ejercicio de la violencia incorporada en la “producción” y su bajo la forma de guerra y guerra civil cuando el ciclo económico se agota. Para tener una descripción exhaustiva del ciclo estratégico, es necesario esperar al siglo XX, con su transformación en el ciclo de la revolución soviética y china, que corrige y completa a Marx desde varios puntos de vista. Los dos ciclos funcionan juntos, concatenan sus dinámicas, pero también pueden separarse: desde 2008, el ciclo del conflicto, de la guerra y de la guerra civil (y de la eventual, improbable, revolución) se ha separado progresivamente del ciclo de la acumulación en sentido estricto. El bloqueo, los impasses de la acumulación de capital requieren la intervención del ciclo estratégico, que funciona a partir de las relaciones de fuerza y de la relación no económica amigo-enemigo.
Desde que se impuso el imperialismo, la importancia del ciclo estratégico no ha hecho más que aumentar. Los ciclos de la guerra, de la violencia a gran escala, del uso arbitrario de la fuerza se suceden rápidamente. Estados Unidos impuso en tres ocasiones (1945, 1971, 1991) las reglas económicas y jurídicas del mercado mundial y del nomos de la Tierra (orden mundial). En tres ocasiones las anuló luego porque ya no eran funcionales, sustituyéndolas por nuevas normas: el fordismo de 1945 fue desmantelado en la década de 1970; el llamado “neoliberalismo”, elegido en su lugar y extendido a todo el mundo en 1991 tras el fin de la URSS, se derrumbó en 2008. La actual acumulación primitiva cambia una vez más las reglas del juego, para un más que improbable “Make America Great Again” [Volvamos a Hacer Grande a Estados Unidos].
El análisis del ciclo estratégico en el capitalismo contemporáneo debe partir de Estados Unidos de América, porque es allí donde se encuentran concentrados los dispositivos de poder, las instituciones militares, financieras y monetarias de las que dicha nación detenta el monopolio, vetando su acceso a los “aliados” europeos o de Asia oriental, es decir, a los países sometidos o por la guerra (Alemania, Japón, Italia) o por la potencia económica y financiera (Francia, Inglaterra), y sobre todo negándoselo al Sur del mundo.
A partir de la crisis de 2008, el ciclo estratégico ha pasado a primer plano hasta socavar el “mercado”, las reglas económicas, el derecho internacional, las relaciones diplomáticas entre estados, etc., a pesar de tener como objetivo relanzar la economía estadounidense en graves dificultades e impedir su implosión.
La nueva acumulación primitiva y el ciclo estratégico se despliegan ante nuestros ojos. El “estado de excepción” ha sido puesto en funcionamiento por Trump, y se desarrolla de manera muy diferente respecto de la definición canónica dada por Carl Schmitt o retomada por Giorgio Agamben: en lugar de referir al derecho público y a la constitución formal del Estado-nación, afecta en primer lugar a las reglas de la constitución material del mercado mundial y a las normas del derecho internacional propias del orden mundial. Con el estado de excepción global, el espacio en el que se dibuja el nomos de la Tierra, con sus líneas de amistad y hostilidad, es el de la guerra civil mundial. En lugar de concentrarse en el derecho, el estado de excepción global integra profundamente la economía, la política, lo militar y lo jurídico.
La guerra civil mundial se refleja en la guerra civil interna de los Estados Unidos, intensificando el racismo y el sexismo, la militarización del territorio, la deportación de inmigrantes, atacando universidades, museos, demonizando palabras, conceptos, etc.: la población de los Estados Unidos está profundamente dividida: y no (solo) entre el 1 % y el 99 %, como se dice desde el movimiento Occupy Wall Street en adelante, sino entre el 20 % que garantiza la mayor parte del consumo del enorme mercado interno (que representa las tres cuartas partes del PBI estadounidense) y el 80 % cuya capacidad de consumo se estanca o retrocede. Las políticas fiscales son aplicadas para garantizar la propiedad y el hiperconsumo de la parte más rica.
Trump politiza lo que el llamado neoliberalismo buscaba obstinadamente despolitizar, sin conseguirlo. Una vez suspendidas todas las reglas, el uso de la fuerza extraeconómica se convierte en la condición previa para la producción económica, la constitución del derecho y la creación de cualquier institución. Primero se imponen relaciones de poder por la fuerza. Luego, una vez establecida la división entre quien manda y quien obedece (y la situación se ha estabilizado porque ha sido aceptada por los vencidos), se pueden reconstruir las normas económicas y jurídicas, los automatismos de la economía, las instituciones nacionales e internacionales, expresión de un nuevo “orden”.
El funcionamiento del ciclo estratégico durante el “estado de excepción global” está asegurado por decisiones políticas arbitrarias y unilaterales de la administración estadounidense, que tienen como objetivo imponer una serie de “apoderamientos” (apropiaciones, expropiaciones, saqueos) de la riqueza de los demás, obtenidos directamente por la fuerza, sin la mediación ni de la explotación industrial ni de la depredación operada por la deuda o la financierización.
¿Cuál es el significado de esta larga (y aquí parcial1) lista de decisiones políticas tomadas a partir del poder coercitivo del Estado imperial? El cambio de las relaciones “económicas” no es inmanente a la producción, no es el resultado de las “leyes” de las finanzas, de la industria y del comercio establecidas por la teoría económica. Los “automatismos” de la economía, impuestos políticamente entre las décadas de 1970 y 1980 por Estados Unidos, no pueden sino reproducir los fines para los que fueron instituidos políticamente (financierización, dólar como única moneda de cambio y de reserva, economía de la deuda, deslocalización industrial, etc.) y, por lo tanto, reproducir la crisis. Estos dispositivos no tienen la capacidad de innovar, de distribuir el poder de manera diferente, de producir nuevas relaciones entre estados y entre clases, condiciones para una “nueva” producción. La configuración de los poderes que se busca requiere una ruptura. No es deducible de la situación que condujo a la crisis, sino que requiere un salto fuera de la situación.
Para comprender lo “político” que gestiona desde siempre estas fases de acumulación primitiva, no es necesario crear una contraposición con lo “económico” ni reducirlo al conjunto de la clase y de las instituciones políticas. Se comprende mejor si se lo piensa como la coordinación de diferentes centros de poder (administrativo, financiero, militar, monetario, industrial, mediático) que se dotan de una estrategia. Los intereses heterogéneos que los caracterizan encuentran una mediación en la necesidad de derrotar a un “enemigo común”: el resto del mundo, pero sobre todo los BRICS, en particular Rusia y China. La administración Trump asume la función de capitalista colectivo, de jefe capaz de negociar una estrategia con los otros poderes (financieros, militares, monetarios, etc.) que siguen actuando según sus propios intereses, pero que deben encontrar una convergencia porque lo que está en juego no es solo la salud de la economía estadounidense, sino la posibilidad del colapso del conjunto de la ya agotada maquinaria económico-política del capitalismo financiero y de la deuda.
Se activan al mismo tiempo intimidaciones y chantajes económicos, intimidaciones y chantajes de carácter militar, guerras y genocidios. Estados Unidos presta especial atención a su “patio trasero” (América Latina): amenaza con intervenir militarmente, con el pretexto del narcotráfico, en Colombia, México, Haití y El Salvador, mientras despliegan cañoneras contra Venezuela. Ha convocado a los ministros de Defensa de la región en Buenos Aires (19 a 21 de agosto) para reclamar un alineamiento total contra China e imponer un refuerzo de la presencia del ejército estadounidense en los “estrechos” (Magallanes, Panamá, etc.), cuellos de botella del comercio mundial, “que podrían ser utilizados por el Partido Comunista Chino para proyectar su poder, interrumpir el comercio y desafiar la soberanía de nuestras naciones y la neutralidad de la Antártida”.
En estas condiciones, es incluso difícil hablar de capitalismo, de “modo de producción”, porque nos enfrentamos a la acción de un “señor” que decide arbitrariamente las cantidades de riqueza que tiene derecho a extraer de la producción de sus “siervos”. El secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent, declaró sin el menor pudor que Estados Unidos tratará la riqueza de sus “aliados” como si fuera la suya: Japón, Corea, los Emiratos y, sobre todo, Europa se han comprometido a invertir “según los deseos del Presidente”. Se trata de un “fondo soberano, gestionado a discreción del Presidente, para financiar una nueva industrialización”. El presentador de Fox News, atónito, lo define como un “fondo de apropiación offshore”. Bessent: “Oh, es un fondo soberano estadounidense, pero con el dinero de los demás”.
Las relaciones impersonales del mercado vuelven a ser personales, oponiéndose “el amo a sus esclavos”, el colonizador a los colonizados; no es ni el fetichismo de las mercancías, ni los automatismos de la moneda, del mercado, de la deuda, etc., lo que manda y decide, sino la fuerza, expresión de una voluntad política. Estados Unidos ya no define a un “competidor”, sino que declara a un “enemigo”, identificado con el resto del mundo, incluidos los aliados (ante todo los aliados, porque forman parte de la misma clase dominante y están aterrorizados por la idea del colapso del centro del sistema, que implicaría también su caída; para salvar el capitalismo, están dispuestos a despojar a sus propias poblaciones, en particular a Europa que, como Japón en los años ochenta, tendrá que hacerse cargo de pagar la crisis estadounidense, sacrificando su propia economía y las clases populares, exponiéndose al riesgo de una guerra civil).
La ley del valor o de la utilidad marginal, es decir, el conjunto de categorías de la economía clásica o neoclásica, son completamente inútiles: no explican nada de lo que está sucediendo. En lugar de modelos econométricos muy complicados, basta con una operación matemática aprendida en la escuela primaria para calcular los aranceles a aplicar al resto del mundo. La llamada complejidad de las sociedades contemporáneas cede fácilmente al dualismo político amigo/enemigo. La “destrucción creativa” no es prerrogativa del empresario, sino obra de los responsables político-económico-militares.
Para explicar lo que sucede, ni siquiera El capital de Marx (a menos que se parta de la acumulación primitiva y no del análisis de la mercancía) resulta muy útil. Pierre Clastres, a partir de una lectura de Nietzsche muy diferente a la de Foucault y concentrada en el concepto de voluntad de poder, puede ofrecernos algunos puntos de reflexión: las relaciones económicas son relaciones de poder que nunca podemos separar de la guerra. Su descripción del funcionamiento del “poder” cuando se afirma a expensas de las antiguas “sociedades contra el Estado” sigue siendo hoy en día el comentario más adecuado al funcionamiento actual de la maquinaria Estado/Capital de la administración estadounidense.
El orden económico, es decir, la división de la sociedad entre ricos y pobres, explotadores y explotados, es el resultado de una división más fundamental de la sociedad: la división entre quien manda y quien obedece, entre quien detenta el poder y quien lo sufre. Por lo tanto, es esencial comprender cuándo y cómo nace, en una sociedad, la relación de poder, de mando y obediencia. ¿De qué manera quienes detentan el poder se vuelven explotadores, y cómo quienes lo sufren o lo reconocen –poco importa– se vuelven explotados? El punto de partida, simplemente, es el tributo. Es fundamental. No olvidemos nunca que el poder solo existe en su ejercicio: un poder que no se ejerce no es poder. El signo del poder, el signo de que realmente existe, es, para quienes lo reconocen, la obligación de pagar un tributo. La esencia de la relación de poder es la relación de deuda. Cuando la sociedad está dividida entre quien manda y quien obedece, el primer acto de quien manda es decir a los demás: “Nosotros mandamos, y se lo demostramos a ustedes obligándoles a pagar un tributo”.
Podemos interpretar fácilmente la relación entre mando y obediencia como determinada por la violencia de la acumulación primitiva que no deja de repetirse; y la relación entre explotador y explotado como ejercicio del poder de mandar integrado en la producción una vez que se ha establecido el “orden” y se ha “normalizado” la situación. Las dos relaciones son acciones complementarias, ejercitadas por la misma máquina Estado-Capital. La crítica de Clastres a lo “económico”, capaz de determinar en última instancia lo “político”, nos parece pertinente, siempre que consideremos la voluntad de poder y la voluntad de acumulación como dos caras de la misma moneda.
El tributo que se debe pagar a la administración estadounidense debería ser el signo de una nueva redistribución del poder, capaz de diseñar un nuevo nomos de la Tierra, es decir, una relación de subordinación colonial de los aliados y de los BRICS –aunque esta sea una operación más difícil– a los Estados Unidos. Dentro de cada Estado, el tributo debe ser el signo de la sumisión de las clases dominadas, las únicas que pagarán la crisis del imperio. La arrogancia de Trump esconde su debilidad: quiere imponer un nuevo orden mundial, mientras es el ejecutor de la derrota estratégica de la OTAN en Ucrania, de una crisis económica colosal que choca con el Sur global que no se somete como los europeos.
El nuevo orden no puede ser establecido sino a través del imperialismo, caracterizado, desde su nacimiento, por la complementariedad de economía y política, de guerra y producción. El imperialismo colectivo, definido por Samir Amin en la década de 1970, en el que el papel central estaba reservado a los Estados Unidos, se ha transformado en una verdadera subordinación colonial de los aliados: Europa, Corea, Japón, Canadá, etc. Europa se encuentra hoy en una situación de subordinación colonial similar a la que Inglaterra imponía a India en el siglo XIX. Al igual que la India de entonces, debe pagar un tributo al país “ocupante”, construir y financiar ejércitos europeos con material adquirido a Estados Unidos, para librar guerras contra enemigos definidos por la potencia imperial (la guerra en Ucrania es el laboratorio y la prueba general de este tipo de guerra).
Neoliberalismo o la reversibilidad de fascismo y capitalismo
La nueva fase del ciclo estratégico, iniciada en 2008 y que conduce a la guerra abierta, trae consigo una gran novedad. La maquinaria Estado-Capital ya no delega en los fascistas el uso de la violencia a gran escala: la organiza por su cuenta, quizás escaldada por la autonomía que el nazismo se había tomado en la primera mitad del siglo XX. El genocidio arroja una luz inquietante sobre la naturaleza del capitalismo y de la democracia, obligándonos a verlos como quizá nunca los habíamos visto antes.
El capitalismo y las democracias organizan juntos un genocidio como si fuera la cosa más normal y natural del mundo. Un gran número de empresas (logística, armamento, comunicación, control, etc.) han participado en la economía de ocupación de Palestina y ahora organizan, sin ningún escrúpulo, la economía del genocidio. Al igual que las empresas alemanas en las décadas de 1930 y 1940, garantizan enormes ganancias mediante la limpieza étnica de los palestinos. El índice principal de la Bolsa de Tel Aviv ha subido un 200 % durante el genocidio, lo que ha garantizado un flujo continuo de capitales, sobre todo estadounidenses y europeos, hacia Israel.
Con el genocidio, las democracias liberales se reconectan con sus genealogías, que, suprimidas, regresan con fuerza: la estadounidense tiene sus fundamentos en el genocidio de los indígenas, en el establecimiento de la esclavitud y del racismo, mientras que las democracias europeas hacían lo mismo, pero en colonias lejanas. La cuestión colonial, la cuestión racial y la esclavitud están en el corazón de ambas revoluciones liberales de finales del siglo XVIII.
El racismo estructural que caracteriza al capitalismo –hoy concentrado contra los musulmanes– ha sido aceptado de manera indecente por los israelíes y por todos los medios de comunicación y las clases políticas occidentales. Aquí tampoco hay realmente necesidad de nuevos fascistas, porque son los Estados, sobre todo los europeos, los que lo han alimentado desde la década de 1980 (mientras que en Estados Unidos es endémico, puntal del ejercicio del poder). El racismo está profundamente arraigado en la democracia y en el capitalismo desde la conquista de América, ya que en este sistema reina la desigualdad, y uno de los principales modos de legitimarla es precisamente el racismo.
El debate sobre los fascismos contemporáneos va a la zaga de la realidad (véase también el libro de Alberto Toscano sobre el tema), ya que ninguno de estos “nuevos fascismos” es capaz de ejercer una violencia tal o practicar una destrucción a esta escala. No son como sus predecesores, al frente de una contrarrevolución de masas contra el socialismo, por varias razones. La principal: hoy no existe ningún enemigo real que se parezca, ni siquiera remotamente, a los bolcheviques. Los movimientos políticos contemporáneos no representan ningún peligro real, son absolutamente inofensivos.
Los nuevos fascismos son marginales respecto de los fascismos históricos y, cuando acceden al poder, se alinean inmediatamente con el capital y el Estado, limitándose a intensificar la legislación autoritaria y represiva y actuando sobre el aspecto simbólico-cultural. Trump (o Milei) representa la imagen adecuada del “capitalista fascista”, puesto que encarna una parte de la clase capitalista y actúa en consecuencia. La acción de Trump no tiene nada, salvo marginalmente, del folclore fascista histórico cuando actúa a nivel geopolítico, apuntando a salvar al capitalismo estadounidense de la implosión, mientras que, por el contrario, impone un devenir fascista a cada aspecto de la sociedad estadounidense. Trump combina perfectamente capitalismo y fascismo.
El capitalismo ya no tiene necesidad, como antes, de confiar el poder a los fascismos históricos, porque la democracia se ha vaciado desde dentro desde los años setenta (al menos desde la época de la Comisión Trilateral). Es una cáscara vacía que puede ser utilizada de todas las maneras posibles. Produce, desde el interior de sus propias instituciones –al igual que el capitalismo desde el interior de las finanzas y el Estado desde el interior de su propia administración y del ejército–, la guerra, la guerra civil, el genocidio.
Los “nuevos fascismos” o el “posfascismo” son actores secundarios. No pueden intervenir en modo alguno en las decisiones tomadas por los centros de poder financiero, militar, monetario, estatal, etcétera; solo deben aceptarlas. El primero de todos es el “fascismo italiano”.
¿Cómo entender esta situación inédita? Sus raíces se encuentran en la fase anterior de acumulación primitiva que organizó el pasaje del fordismo al llamado “neoliberalismo”. El ciclo estratégico organizado por la administración Nixon –para hacer pagar, como hoy, la crisis acumulada en los años sesenta al resto del mundo– fue incluso más violento que la acción de Trump: decisión unilateral de inconvertibilidad del dólar en oro, aranceles del 10 % para todos, capitales japoneses puestos a disposición de Estados Unidos, el “acuerdo” del Plaza que saqueó a Japón –nación que era la China de esa época–, sacrificando su economía para salvar al capitalismo estadounidense; la decisión política de construir un “superimperialismo” del dólar; el restablecimiento político de las relaciones con China, que será decisivo para la globalización contrarrevolucionaria, etc.
Uno de los episodios más dramáticos de este ciclo estratégico fueron las guerras civiles desatadas en toda América Latina que, al mismo tiempo, decretaron el fin de la revolución mundial e iniciaron los primeros experimentos llamados neoliberales. Al respecto, es interesante retomar el análisis del premio Nobel de Economía Paul Samuelson sobre el neoliberalismo naciente, siempre marginado.
Se ha tomado el análisis de Nacimiento de la biopolítica de Foucault como una formidable anticipación del neoliberalismo, mientras que, en el mismo período, la interpretación de Paul Samuelson corta de raíz la ambigua admiración por el mercado, las libertades, la tolerancia hacia las minorías, la crítica de los monopolios y de la soberanía, la gubernamentalidad, etc., para describir en cambio la economía neoliberal como un “fascismo capitalista”, en el sentido de que con el mercado de los neoliberales los dos términos se vuelven reversibles. Esta categoría, suprimida, podría quizás ayudarnos a comprender la genealogía del genocidio democrático-capitalista.
Me refiero, naturalmente, a la solución fascista. Si las leyes del mercado conllevan una inestabilidad política, entonces los simpatizantes del fascismo sacarán como conclusión: “¡Acabemos con la democracia e impongamos un régimen de mercado a la sociedad civil! Poco importa si para ello hay que acabar con los sindicatos o encarcelar a los intelectuales incómodos, o incluso obligarlos al exilio”.2
A partir de los años setenta, el “mercado” destruyó progresivamente la democracia de la posguerra, la única que se parecía vagamente a su propio concepto, ya que había nacido de las guerras civiles mundiales contra el nazismo. Una vez agotada esta energía política, el capitalismo fascista comenzó a afianzarse. La lógica del “mercado”, en lugar de representar una alternativa a la guerra y a la violencia a gran escala, las contiene, las alimenta y, finalmente, las practica en primera persona, hasta llegar al genocidio.
En la era de los monopolios, el mercado –mediación que se suponía automática– representa, en realidad, el fin de toda mediación, ya que hace surgir la fuerza como actor decisivo: la fuerza de los monopolios, la fuerza de las finanzas, la fuerza del Estado, la fuerza de los ejércitos, etc. No solo es que, para imponer el “neoliberalismo”, haya sido necesaria la guerra civil, sino que su funcionamiento le es encomendado a la integración de la violencia. El mercado es ya, en este sentido, una economía fascista.
Samuelson subvierte las creencias más arraigadas: la economía de los Chicago Boys, de Hayek, de Friedman, etc., es una forma de fascismo y constituye un paradigma para la economía en general. La experiencia neoliberal es la de una “economía impuesta”, exactamente lo que la administración Trump intenta llevar a cabo: un “capitalismo impuesto” (otra acertada definición de Samuelson) mediante la fuerza.
La undécima edición de 1980 de Economics incluye un capítulo dedicado a este problema detestable del fascismo capitalista. Por así decirlo, si Chile y los “Chicago Boys” no hubieran existido, habría sido necesario inventarlos para erigirlos en paradigma. Es interesante recordar lo que yo decía al respecto, sobre todo porque los conservadores, que soportan mal la evolución de las democracias, son sin embargo incapaces de llevar hasta el final su propio razonamiento. Huyen ante la conclusión a la que llegarían, es decir, el fascismo, y se contentan con proponer un límite constitucional a la imposición. Esta es su versión del capitalismo impuesto.3
Hemos aceptado la narrativa liberal, en lugar de preguntarnos por qué su gobernanza desemboca, como en la primera mitad del siglo XX, en la guerra, en el fascismo y en el genocidio. No hemos sido capaces de extraer de ello las consecuencias debidas; sin embargo, hemos pasado de las “libertades” del llamado neoliberalismo al genocidio democrático-capitalista, sin golpes de Estado, sin “marchas sobre Roma”, sin contrarrevoluciones de masas, como si se tratase de una evolución natural. Nadie en el establishment, y sobre todo ni las clases políticas ni los medios de comunicación, se ha sentido incómodo. Al contrario: estos últimos se han alineado con impresionante rapidez con un discurso que contradice de arriba abajo la ideología profesada durante décadas sobre los derechos humanos, el derecho internacional, la democracia contra las dictaduras, etc.
Para que todo esto haya podido desarrollarse sin el más mínimo problema, es necesario que los horrores físicos y mediáticos del genocidio estuvieran ya inscritos en las estructuras del sistema, el cual, una vez que surgieron, no los consideró una aberración, sino su normalidad. Todo ha sucedido como si fuera algo obvio. El capitalismo “liberal” se ha expresado y realizado por completo y de forma natural en el genocidio, sin la mediación de los fascistas, sin que estos se constituyeran en una fuerza política “autónoma”, como en los años veinte del siglo XX.
No vemos lo que tenemos ante nuestros ojos, porque hemos interiorizado demasiados filtros “democráticos”, una idea pacificada del capitalismo que nos impide leer correctamente lo que ha sucedido con la construcción del neoliberalismo a partir de América Latina. Releamos a Samuelson teniendo en cuenta todos los comentarios de los pensadores “críticos” que, todavía después de 2008, siguen hablando de neoliberalismo. Las dictaduras sudamericanas, con sus miles de asesinados, torturados y exiliados, son solo una variante del fascismo de mercado que prospera en la democracia.
Les dejo descubrir mi descripción del fascismo capitalista: Los generales y almirantes toman el poder. Eliminan a sus predecesores de izquierda, exilian a los opositores, encarcelan a los intelectuales disidentes, limitan los sindicatos, controlan la prensa y toda actividad política. Sin embargo, en esta variante del fascismo de mercado, los líderes militares no intervienen en la economía (...) Los opositores al régimen chileno llamaron a este grupo, con cierta injusticia, los Chicago Boys, para subrayar el hecho de que muchos de ellos habían recibido su formación económica en la Universidad de Chicago o habían sufrido su influencia. Estos economistas son partidarios de los mercados libres. Entonces, el reloj de la historia marcha hacia atrás. El mercado es libre, la oferta monetaria está estrictamente controlada. Sin transferencias de asistencia, los trabajadores se ven obligados a trabajar o morir de hambre. Ahora los desocupados mantienen baja la tasa de crecimiento salarial. La inflación puede ser drásticamente reducida, si no eliminada por completo.4
En realidad, el mercado “fascista” nunca ha tenido una función económica, sino ante todo represiva, luego disciplinaria, de individualización del proletariado y de ruptura de toda acción colectiva y solidaria. El mercado ha sido una gigantesca construcción ideológica bajo la cual se desarrollaba tranquilamente la depredación operada por el monopolio del “dólar” y de las “finanzas”, el ejercicio de la violencia por parte de los ejércitos estadounidenses, los verdaderos actores económico-políticos del “neoliberalismo”, que nunca han sido regulados ni gobernados por el mercado.
¿Dónde podemos verificar la pertinencia del concepto de Samuelson, que implica el aparente oxímoron de “democracia fascista”? Nos cuesta comprender la realidad, porque la violencia a gran escala que enlaza democracia y capitalismo cancela, con una facilidad desconcertante, los valores de Occidente, custodiados en sus constituciones. El joven Marx nos recuerda que el alma de las constituciones liberales no es la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad, sino la propiedad privada burguesa. Una verdad ineludible, tanto más cuanto que es el “derecho más sagrado del hombre”, como afirmó la Revolución Francesa. En realidad, el único valor verdadero del Occidente capitalista.
La propiedad es sin duda el medio más pertinente para definir la situación de los oprimidos. La acumulación originaria puesta en marcha en los años setenta por Nixon impuso políticamente una apropiación y una distribución primarias, estableciendo una división de la propiedad inédita con respecto a Marx: su distribución no se produce, en primer lugar, entre capitalistas, propietarios de los medios de producción, y obreros, desprovistos de toda propiedad, sino entre los propietarios de acciones y bonos, es decir, entre los titulares de valores financieros y quienes no los poseen. Esta “economía” funciona como los aranceles aduaneros de Trump: una extracción de riqueza de la sociedad de los “siervos”, con la única diferencia de que la depredación pasa a través del “automatismo”, mantenido de forma continua y política, de las finanzas y de la deuda.
La sociedad está más dividida que nunca: en la parte superior se concentran los propietarios de títulos, en la parte inferior la gran mayoría de la población, que en realidad ya no está compuesta por sujetos políticos, sino por “excluidos”. Al igual que para los siervos del Antiguo Régimen, la “función” económica no implica un reconocimiento político. La integración del movimiento obrero, reconocido como actor político de la economía y de la democracia, en los años de la posguerra, se ha transformado en exclusión de las clases populares de toda instancia de decisión política. La financierización ha permitido a las élites practicar la secesión, que reduce las relaciones con los “siervos” exclusivamente a la explotación y el dominio. Han sido no solo expropiados económicamente, sino también privados de toda identidad política, hasta el punto de adoptar la cultura/identidad del enemigo: individualismo, consumo, ethos de la televisión y de la publicidad. Hoy en día, quiere imponerse una identidad fascista y belicista.
Los nuevos siervos están fragmentados, dispersos, individualizados, divididos de mil maneras (por género, raza, ingresos, patrimonio, etc.), pero todos participan en diferentes grados en la sociedad de la segregación establecida por la maquinaria Estado-Capital, que ya ni siquiera tiene necesidad de legitimación, tanto le son favorables las relaciones de poder. Se decide sobre el genocidio, sobre el rearme, sobre la guerra, sobre las políticas económicas sin tener que rendir cuentas a los subordinados. El consenso ya no es necesario porque los proletarios son demasiado débiles para pretender contar para algo. Está claro que en esta situación la democracia no tiene ningún sentido. La condición de los oprimidos se asemeja más a la de los colonizados (colonización generalizada) que a la de los “ciudadanos”.
Walter Benjamin nos había advertido: “Sorprenderse de que las cosas que vivimos sean ‘todavía’ posibles en el siglo XX no tiene nada de filosófico. No es el comienzo de ningún conocimiento, salvo el de que la idea de historia que lo ha generado es insostenible”.
Lo que tampoco es sostenible es cierta idea del capitalismo, cultivada por el economicismo del marxismo occidental. Lenin definía al capitalismo imperialista como reaccionario, a diferencia del capitalismo competitivo, en el que Marx aún veía aspectos “progresistas”. La financierización y la economía de la deuda han creado un monstruo que conjuga capitalismo, democracia y fascismo, lo que no supone ningún problema para las clases dominantes. Debemos preguntarnos por la naturaleza del ciclo estratégico del enemigo y fijarnos un único objetivo: transformarlo en ciclo estratégico de la revolución.
Sociólogo y filósofo italiano, Maurizio Lazzarato fue durante la década de 1970 militante de Autonomia Operaia [Autonomía Obrera]. Exiliado en Francia, se instaló en París, donde se dedicó a investigar y analizar las transformaciones del trabajo y del capital, la constitución subjetiva y social de la deuda y las condiciones políticas de la economía inmaterial.
Entre sus libros en castellano, se encuentran Políticas del acontecimiento (Tinta Limón, 2006); La fábrica del hombre endeudado (Amorrortu, 2013); Gobernar a través de la deuda (Amorrortu, 2015); Potencias de la invención (Cactus, 2018); El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución (Eterna Cadencia, 2019); Signos y máquinas. El capitalismo y la producción de subjetividad (Enclave de Libros, 2020), Marcel Duchamp y el rechazo del trabajo (Contemporáneos, 2021); Guerras y capital. Una contrahistoria (con Éric Aliez) (Tinta Limón y La Cebra, 2021 / Traficantes de Sueños, 2022); Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa (Tinta Limón, 2022); ¿Te acuerdas de la revolución? Minorías y clases (Eterna Cadencia, 2022); El imperialismo del dólar (Tinta Limón, 2023), y ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (Tinta Limón / Traficantes de Sueños, 2024).
Notas
- - Aranceles aduaneros que varían entre el 15 % y el 50 %. Su reducción estará condicionada a corto plazo a la compra de títulos estadounidenses que tienen dificultades para encontrar compradores en los mercados.- Los aranceles aduaneros tienen un doble objetivo: económico (Estados Unidos necesita dinero fresco para cubrir su déficit) y/o político (India comercia libremente con Rusia, etc., y Brasil “pone en la mira” a Bolsonaro). - Obligación de comprar energía estadounidense cuatro veces más cara que el precio pagado a los rusos: Europa se ha comprometido a comprar 750 mil millones de dólares en energía a Estados Unidos, que no posee esta cantidad.- Obligación de invertir miles de millones de dólares en la reindustrialización estadounidense (Japón, Europa, Corea del Sur y Emiratos Árabes Unidos han prometido cifras astronómicas; Europa, 600 mil millones de dólares, considerados un “regalo” por Trump). Inversiones que quedarán a discreción de Estados Unidos.- Obligación de comprar armas al sistema militar-industrial-académico estadounidense, bajo la amenaza de un aumento de los aranceles aduaneros. - La Genius Act autoriza a los bancos a atesorar stablecoins como moneda de reserva para hacer frente a las dificultades de inversión de la enorme deuda pública. La condición política de estas stablecoins es que estén indexadas al dólar y sean utilizadas para la compra de deuda estadounidense.- El arancel aduanero del 39 % impuesto a Suiza afecta al oro, del que es un importante exportador a Estados Unidos, porque los bancos (especialmente en el sur) prefieren comprar y atesorar oro en lugar de dólares. - Obligación para los fabricantes de chips de hacer trazables sus exportaciones y, si es necesario, poder destruirlas a distancia (ley en fase de aprobación).- Exportaciones de tecnología basadas en criterios políticos.- Obligación de abrir los mercados a los productos estadounidenses exentos de cualquier impuesto, en particular, los beneficios de las empresas tecnológicas estadounidenses no deben estar sujetos a impuestos.- Libertad para exportar cualquier producto estadounidense, incluso si la legislación europea lo prohíbe. ↩︎︎
- Paul A. Samuelson, L’économie mondiale à la fin du siècle. Revue française d'économie, 1986, 1(1), p. 46. ↩︎︎
- Id., pp. 46-47. ↩︎︎
- Ibid., p.47. ↩︎︎